¿Quién me cuenta un cuento?


¿Quién me cuenta un cuento?


Hacía las siete de la noche, cuando las sombras cubrían todos los estertores del día y el sol se hundía como una bola roja allá en el horizonte marino, se derramaban de los arboles las chicharras con su trinar, el viento de marea mecía suavemente las palmeras de coco, por las puertas abiertas de las casas del pueblo se escapaba la tenue luz de las lámparas de querosene y quienes deambulaban por la única calle empezaban a tornarse las animas benditas que con la Tunda, el Duede, el Muerto y el Ribiel se juntaban para asustar nuestra imaginación infantil.

Alrededor de la mesa o sentados en el piso de la sala, frente a un suculento tapao de pescao, de carne serrana o de monte, atizados con una taza de café negro que enrojecía las tazas, los mireños, los abuelos y mis tíos, los más viejos, se largaban en relatos de la vida cotidiana en la pesca, del bosque tumbando árboles o cazando una tatabra, y luego, de historia en historia, de boca en boca, empezaban a aparecer los relatos del tío conejo y las risas de los presentes celebrando las travesuras del pequeño conejo frente a su tío tigre que siempre quería comérselo pero nunca podía, y luego se entrecruzaban como en una red los cuentos verdes de Quevedo, el amante y seductor de las princesas que se cagaba sobre las mesas y coronas doradas de los reyes y sin cortar prenda, aparecían sin ser invitados los relatos de los entundados, de los milagros, los espantos y los encantamientos que reposaban en lagunas, cerca de las islas o, en la vuelta de un río, lo que llevaba a que se unieran a la tertulias las sirenas y otros seres míticos que por su permanencia en nuestra cotidianidad eran tan reales como nosotros mismos.
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La noche se extendía, las horas no pasaban, porque entre el “camina y andar y mientras más caminaba, más andaba”, la noche se encogía para que las niñas buenas les hicieran el favor a ancianas apestosas que luego las premiaban con cestas tupidas de oro.

Con luna o sin luna, cuando no había energía eléctrica y menos televisión, las familias afro de estos ríos se entretenían tejiendo historias que a su vez entretejían su cultura y fortalecían su comunidad. Esa era nuestra tradición oral, la estrategia que permitió crear una cultura propia a los descendientes de africanos esclavizado en Barbacoas e Iscuandé. Durante esas noches los niños escuchábamos, gozábamos de la magia de la palabra de nuestros viejos, nos asustábamos, pero aprendíamos sobre el respeto, sobre el valor de la amistad, de la solidaridad, de la justicia y sobre el amor.

Eran otros espacios de nuestra sensibilización temprana con la palabra y con nuestra cultura.

En contra o frente a la dureza del ambiente, de los peligros que representaba vivir en ríos, esteros y playas, a la voluntad de la naturaleza, los pioneros afros que colonizaron la región, nuestros abuelos, inventaron una cultura donde aún resuenan los ecos y relatos indígenas, africanos y españoles del siglo XV, pero en la que ellos eran los héroes y los reyes avaros como el tigres eran dominados por la inteligencia de los tíos conejos y tíos guachupecitos, paladines de la resistencia cultural, creativa y pacífica.

Pero no solo eran historias, también reinventaron y rediseñaron, si se quiere, formas originales de vivir con el ambiente, de aprovechar sin destruir, de respetar ese espacio vital que compartían con otros seres: herramientas caseras, para la pesca, la cacería, el transporte, la música de los rituales mortuorios o para su diversión, a partir de productos del bosque: madera para botes y viviendas, totumos para mates, cucharas y canguingas o cernidores;, fibras y tintas de árboles y plantas para uso doméstico, o medicinal, todo gracias su experiencia cultural.

Para algunos lectores esto parecerá una más de las alabanzas de un pasado maravilloso que ya se fue tras la llegada de este presente de violencia brutal y nuevas esclavitudes para la gente afro de la región, pero es que hay que insistir en que, si alguna vez los afrodescendientes vivieron la libertad y la autonomía fue cuando construyeron esas comunidades, las mismas que el narcotráfico y la politiquería exterminan todos días.

Ahora, encadenados a trabajos de mala paga porque nuestra oralidad y la mala educación no nos permiten calificar a buenos empleos con salarios justos, y desterrados de aquellos territorios donde crecimos a la sombra de esos viejos cimarrones, llenamos nuestras vidas con equipos de sonido, televisores, computadores y teléfonos celulares; uno para adormecer nuestra tristeza a punta de licor y ruido; el otro para enchufar a nuestros hijos en la matrix consumista del “Todo a mil” y el último para acabar con esos espacios familiares y comunitarios donde éramos personas, familias y pueblo.

Ahora nuestra tradición oral está llena de otros relatos, son relatos prohibidos, contados a baja voz, ya no en grupos grandes sino en privado, que no pueden sonar como suenan “los corridos prohibidos”: estos son, los asesinatos perpetuados por los paras, los guerrilleros o de otros matones que se tomaron la región a sangre y fuego; las historias de jóvenes asesinados por otros jóvenes afro, los mimos que ahora juegan a ser para o guerrillos; los cuentos de las muchachas violadas o prostituidas para comprar el jeans de moda o ponerse pelo liso porque el afro ya pasó de moda; las historias de los desplazados porque sus tierras son necesarias para otro de los macroproyectos que requiere el desarrollo del país; los relatos de los robos de nuestros políticos al erario público; las intimidades de actrices y actores, modelos y presentadores del espectáculo televisivo, entre otras novelas que RCN y Caracol escupen a diario para construir la idea de que vivimos en una nación de ladrones, violadores, guerrilleros y futbolistas.

Es otra tradición oral, muy distinta a la que conocimos en el pasado próximo que vamos dejando atrás y seguro es un mundo en que nuestros hijos no tendrán las oportunidades que nosotros tuvimos.

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