Sobre el cuerpo de la mujer y la religión.

“Me voy para el otro lao
A comprar carne barata
Las muchachas valen cinco
Y las viejas van de ñapa”
Copla del folclor afrocolombiano del Pacífico.
-¿y de quién es el cuerpo de la mujer? Preguntó el conferencista invitado.
Nadie contestó. En la sala habíamos más de medio centenar de parejas, pues era una conferencia sobre la vida en pareja.
Entonces el hombre, mestizo él, con una actitud de padre amoroso que le enseña a sus hijos las primeras letras, dijo:
-El cuerpo de la mujer, es del hombre. ¿Cierto?
Silencio aprobatorio.
-¿Cierto? Del esposo. Tengamos eso muy en cuenta.-Remató, ante el silencio de la audiencia. Y siguió en su perorata sobre la planeación de los encuentros sexuales, de la preparación de los detalles y la comunicación del hombre hacia su mujer cuando necesitaba “estar” con ella.
Ya en esos momentos mi impaciencia me estaba causando escozor y me retiré del espacio para no ponerme a pelear con el invitado.
El tema es que no era la primera vez que había escuchado semejante posición. Era más común en el pasado de que los maridos hablaran de sus compañeras como “mi mujer”, como una propiedad. Esta es una más de las herencias coloniales españolas y su cultura religiosa católica en la que la mujer ha sido culpada de todo desde que a los escritores de la Biblia les dio por contar que Eva fue la responsable de que el dios hebreo echara al hombre del paraíso con mujer e hijos.
Y en Colombia y más en pueblos como el nuestro, en la periferia del territorio nacional, de la modernidad, de la educación, de los servicios públicos y de la vida con derechos, estas ideas perviven como convive el maltrato, la injusticia laboral y otros desmanes asociados a cobrarle a las mujeres su pecado original.
Y es que pese a las particularidades de nuestras familias, nacidas en las minas y en esteros bajo el protagonismos de nuestras madres, abuelas, mamaguelas, madrinas, tías, mamachiquitas y todo el universo femenino liderando el trabajo familiar, comunitario, la familia y la pareja, poniéndole sus pechos a las desgracias y la sonrisas a las pequeñas alegrías; pese a eso, nos persiguen las iglesias, tanto la católica como las protestantes, no cesan en su búsqueda de convertirnos o reconvertirnos, inculcando ideas religiosas que en el mundo moderno se enterraron hace ya siglos.
Nuestra ignorancia sobre conquistas de la humanidad como los Derechos Humanos no han pasado por la escuela y menos por los medios locales, mientras que nuestra memoria del oscurantismo colombiano nos recuerda que las mujeres no pueden tener derechos, que las mujeres son menos que nosotros los varones, que son torpes, que las podemos asesinar si nos son infieles y cualquier otra cantidad de sandeces.
Negarle la propiedad de su cuerpo a la mujer, quitarle su derecho a decidir a quien ama y como lo ama, es seguir subvalorándola como dependiente del varón y es promover la violencia contra ella. Y la violencia contra las mujeres, sustentada en la familia patriarcal occidental o en cualquier otra idea política o religiosa no es aceptable. Las mujeres son nuestras parejas, nuestras camaradas como decía el escritor argentino Cortázar, nuestras compañeras de combate, nuestras amigas y confidentes y los puntales de nuestras familias, sin ellas somos como arboles sin raíces, cualquier viento nos tumba.
Afortunadamente, cuando por mi trabajo recorro la región me encuentro con organizaciones de mujeres que vienen liderando espacios comunitarios y políticos en sus municipios, las veo participando en talleres y en procesos de formación profesional en mayoría frente a los varones de su generación, me alegro y pienso que si nuestro futuro dependiera de ellas, estaríamos a salvo.

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