Mi mate´e pusandao


Mi mate´e pusandao

Por: Jaime Rivas D.

La tarde anterior había ocurrido algo grave, el tío Euliquio, hermano menor de mi abuela se había empeorado. Su salud no había estado funcionando nada bien. Era extraño ver a ese hombre tan negro y tan grande desparramado en un camarote, apesadumbrado por la enfermedad. Tosía dolorosamente y guardaba silencio mientras se acomodaba las sábanas, se advertía su vergüenza por sentirse enfermo y no fuerte y forcejeando con la vida en los esteros o en el río. Tenía esa mirada irascible de quien se siente prisionero por una fuerza mayor que lo inhabilita. Entonces mi abuela, la "ñata", llegó a nuestra casa buscando a mi mamá y a mi tío Mauro. Los llamó aparte y les habló duro, como sabía hacerlo.

-          Euliqio e´tá cada vec peó. Lo remedio quele hemo´dao no le han secvido pa´ná, así que  me lo llevo pa´ Tumaco mañana mesmo.

¿Pero cómo se iba a hacer eso? Le preguntaron. ¿Cómo organizar un viaje para Tumaco a las cinco de la tarde? Habría que salir a la madrugada, quizás no habría agua en los esteros, no se sabía cómo estaban las aguas en el río, tampoco se había cuadrado una canoa, ¿Quiénes bogarían? Habría que buscar a esa hora algunos peones...; sin embargo, con la fuerza de decisión que mantenía en las venas, la Ñata les contestó:

-          Será e nunca hemo viajao nojotros pa´Tumaco. Si lec digo ec pa´que se muevan.

- ¿Pero mamá...? Alcanzó a balbucear mi madre; pero, antes que terminara la frase la Ñata le había clavado una mirada furiosa que la hizo enmudecer. De ahí en adelante lo que siguió fue un movimiento sin precedentes en nuestra casa. Los mayores salieron a buscar una canoa grande que pudiera ser armada de forma tal que llevara a unas seis personas y al enfermo en un viaje que duraría unas diez horas, durante las cuales se navegaría por los esteros a punta de canalete y palanca, y por las ensenadas a vela si el viento de marea lo permitía. De todos modos se esperaba un viaje largo y lento, pero la abuela había decidido hacer el último esfuerzo por su hermano y nada la detendría.

Así es que los preparativos se extendieron hasta las dos de la madrugada cuando la canoa quedó lista con un techo de guadua y hojas de palmera, y acomodada con asientos para las mujeres y los canastos y costales donde se fueron arrumando cocos, plátanos, pescado seco, piangua y otros enseres y frutos para vender en Tumaco previendo los gastos de hospitalización del tío.

También a esa hora, las mujeres de la casa, es decir mi mamá, mis dos primas y mi tía Luz María, terminaban de preparar los alimentos que sostendrían a los viajantes durante el camino: una olla cuarenta  con un tapao de picuda seca, otra con un pusandao y una tercera, con un arroz encocao. El olor de esos platos mezclado al de las lámparas de petróleo que iluminaban la casa, nos mantenían despiertos. La casa estaba viva.

Afuera, en la oscurana temible sólo se oían los movimientos de los trastos de la cocina y los arreglos de la canoa. Se sentía el espíritu del viaje en el entorno.

Al alba, cuando aún el sol se ocultaba tras los manglares y natales y el mar sólo era un murmullo lejano, me despertaron de un sueño en el que se mezclaban las historias de una caminata por la playa y el sabor de un mate de pusandao... Mi madre había decidido llevarme en el viaje. Confundido por el sueño y el frío de la madrugada sentí que me levantó en sus brazos, me cambió de camisa, me hizo lavar la cara y ponerme otros pantaloncitos. Luego, caminamos hacia la playa y abordamos la canoa. En la oscuridad los cuerpos de mis parientes eran sombras que se movían en un paisaje espectral.

Los canaletes y las palancas al tropezar con el agua y el casco de la canoa crean una música singular. Es el ritmo del viaje de la canoa, algo como un zasss, zass, cuando el canalete toca la arena, y como un poc, poc,  cuando golpea la canoa. Esos sonidos se repiten, a veces se hacen más lentos en su ritmo, otras se pierden, y en la mayoría se confunden con el murmullo lejano de las olas y el canto de los pájaros que se despiertan.

El tío volvió de Tumaco en mejor estado. La abuela tenía muy buenas relaciones con un político del pueblo, quien facilitó las cosas a mi tío: pagó los costos de hospitalización y las formulas.

De este incidente recuerdo muchas cosas que ahora me sirven para entender el Pacífico que he vivido. Recuerdo el papel titánico de mi abuela tratando de resolver los problemas de toda la familia, haciéndose cargo de las empresas más difíciles, criando nietos, navegando por el río Mira días enteros para intercambiar plátanos por pescado seco, internándose en los manglares para arrancarle al raícero las esquivas pianguas o los cangrejos barreños. Recuerdo a mi tío Euliquio, el hombre negro más alto que he visto, elegante y con una risa blanca. Era hermoso, como una especie de rey ashanti. Y de ese viaje, no dejo de recordar esos sonidos y esos olores y sabores, sobre todo el olor y el sabor del pusandao.

El pusandao, era el plato del viajante, del que se sabía que pasaría un día lejos de un fogón familiar. Por eso el pusandao estaba lleno de todo: carne de cerdo salada o carne serrana, carne de gallina, huevos, plátanos y pescado seco. Todo eso cocido en un caldo aromatizado con chirarán y chiyangua, y adobado por la leche del coco. Sabía a cielo.

A veces, se me ocurre pensar que pudo ser el tipo de alimento que surgió de las minas, como producto de las remesas que el esclavista pasaba a los afrodescendientes esclavizados, y cuando lo pienso así se me ocurre pensar también que fue el mismo que acompañó a los hombres y mujeres, que luchando por su libertad, poblaron las orillas del Pacífico. Ese origen lo hace tan parte de mí, que comprendo cuando, lejos de mi río y de mis esteros, añoro mi mate´e pusandao: es que dentro de mí un libre tiene hambre... de libertad.

jr

 


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